En la cultura laboral actual, donde la eficiencia es premiada y el tiempo libre se percibe como un lujo, muchos empleados han caído en la trampa de la hiperproductividad. Este impulso constante por hacer más, incluso fuera del horario laboral, ha normalizado el agotamiento crónico y ha instalado la culpa como compañera de quienes intentan tomarse una pausa.
El fenómeno no siempre afecta a los rezagados: suele presentarse con más fuerza en los empleados más comprometidos. Personas leales, responsables y perfeccionistas que temen “bajar la guardia” por miedo a parecer poco productivos o sustituibles. Sin embargo, este ritmo sostenido sin descanso suele derivar en burnout silencioso, con consecuencias emocionales y físicas que impactan directamente en el rendimiento.
Construir culturas organizacionales que valoren el descanso como parte del desempeño ya no es opcional: es urgente. Iniciativas como establecer límites claros entre lo personal y lo laboral, promover días de desconexión, capacitar a líderes para detectar señales de fatiga y, sobre todo, cambiar el discurso corporativo que glorifica la ocupación constante, son claves para revertir esta tendencia.
La productividad real no se mide por horas frente a la pantalla, sino por la calidad del pensamiento, la toma de decisiones y la creatividad. Y todo eso requiere espacios de recuperación.
Porque no saber detenerse no es señal de compromiso, sino una alerta silenciosa de que algo no está funcionando.
