La reciente política nacional para la inclusión financiera reconoce que tener un producto formal —una cuenta bancaria, crédito, seguro o fondo de retiro— ya no basta. El verdadero reto es que esos productos se usen de forma cotidiana, que entren en el día a día de millones de mexicanos, transformando hábitos y garantizando acceso real.
Aunque la cobertura ha crecido: en la última encuesta, el 63 % de personas de entre 18 y 70 años declaró tener al menos una cuenta de ahorro formal; sin embargo —y ahí está el problema— una parte importante sigue operando fuera del sistema: ahorro en efectivo, economía informal, o sin confianza en los servicios formales.
El uso desigual persiste según género, región, origen étnico o nivel socioeconómico. Por ejemplo, entre quienes forman parte de grupos vulnerables, la tenencia de productos financieros sigue siendo mucho menor, lo que perpetúa la brecha social y reduce las oportunidades de inversión, protección o crecimiento.
Para que la inclusión financiera sea real, hacen falta cambios profundos: mejorar la infraestructura digital, facilitar los trámites, impulsar la educación financiera, generar confianza en los servicios formales y garantizar que estos respondan a las necesidades reales de la población. Solo así dejarán de ser un logro en papel y se convertirán en una herramienta de desarrollo económico para todos.
